El Ángel Rojo de Triana
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No tiene estatua, no tiene calle. No tiene bibliotecas en su nombre, ni películas. No cabe en los libros de historia. Ni en la memoria. Era anarquista convencido, pero salvó la vida a 12.000 franquistas. Era de Triana, y tiene una pequeña placa. Se llamaba Melchor Rodríguez, y fue conocido como el Ángel Rojo.
Melchor Rodríguez nació en San Jorge, concretamente en el número 23, allá por 1893. Su padre murió en un accidente en los muelles del río Guadalquivir cuando él aún era niño, y comenzó su adolescencia trabajando en un taller en Sevilla como calderero, aunque no tardó en dejarse llevar, como todo joven, por sus pasiones: el toreo y la política.
Lo primero le duró poco. Tras unas giras por diversas plazas españolas, Melchor recibió una fuerte cornada. Su destino no estaba entre capotes y banderilleros. Llegó a Madrid con 28 años, y fascinado por los movimientos sociales de una España en plena ebullición, pasó a militar en el sindicato anarquista CNT. Su pasión fue otra entonces. Una por la que pasaría hasta 30 veces por prisión, con la monarquía, con la dictadura de Primo de Rivera, e incluso con la República y más tarde con el franquismo: la defensa de los presos políticos; en una época donde parecía que las cárceles españolas eran menos seguras que las propias barricadas.
Tuvo “suerte”. Al estallar la Guerra Civil, Melchor fue nombrado encargado de las cárceles de Madrid. Su intención era firme. Acabar con las muertes y linchamientos a los prisioneros, y cortar con la sangrienta tradición de las sacas (extracción masiva de presos para su fusilamiento) y paseos (llevarles a sitios apartados para su ejecución clandestina). “Por las ideas se puede morir, pero no se puede matar”, dicen que proclamaba. Y lo llevó a rajatabla.
Acabó con los paseos prohibiendo la salida de presos sin su autorización, firmó salvoconductos para cortar de raíz los numerosos abusos que se sucedieron en el asalto a un cuartel de Madrid y organizó escoltas en los traslados de prisioneros para evitar asesinatos en los caminos. Era un contexto de paranoia política y en el partido comunista surgieron las detenciones y torturas a los sospechosos del bando franquista.
Llegó incluso a pactar con los mandos franquistas: se acabarían las sacas a franquistas si cesaban los bombardeos del bando nacional. Se cumplió. Pero Melchor fue cesado, y las bombas volvieron. Su puesto le duró tres meses, periodo en el que algunos cifran de cientos las vidas que salvó con sus intervenciones. Las diferencias con varios dirigentes comunistas le obligaron a dejar las cárceles y ocuparse de los cementerios de Madrid. Pero no cejó su actitud.
Entre sus hazañas destaca la apropiación que hizo de un palacio de Madrid, el del Marqués de Viana, para dar refugio a perseguidos políticos por la República, a los que les daba documentación falsa para pasar desapercibidos, como carnés sindicales, e incluso les facilitaba la huida de España.
Este anarquista trianero llegó a intervenir en varias penitenciarias en momentos en los que la ciudadanía acudía a ellas a linchar por su propia cuenta a los presos del bando contrario, sobre todo cuando la histeria reinaba en la región a medida que se conocían los avances sin remilgos de Franco, que no dejaba tampoco títere con cabeza a su paso.
En uno de sus episodios más memorables, Rodríguez, obsesionado con evitar un derramamiento de sangre, se interpuso ante centenares de personas que querían entrar por la fuerza en la cárcel de Alcalá de Henares para asesinar a 1.500 presos. Dicen que Melchor habló con ellos durante horas. Consiguió calmar a la masa enfurecida. “La verdadera revolución no es matar a hombres indefensos”, dicen que pronunció con fuerza. Los bombardeos hirieron a su propia mujer e hija más tarde. Pero no cejó su actitud.
La Guerra, mientras, llegaba a su fin. Con el bando republicano sucumbiendo, en los últimos ramalazos de la Madrid tricolor, cayó sobre él la alcaldía de Madrid. La ciudad, derrotada, con sangre en adoquines y trincheras callejeras, quedó en manos de este natural de San Jorge número 23, que fue el último alcalde de la capital del país. Melchor Rodríguez, el 28 de marzo de 1939, le entregó la ciudad a Franco.
Con los revanchismos de la posguerra, Melchor fue condenado a 30 años de prisión. Cumplió solo cinco, gracias a las firmas de más de 2.000 personas que habían sido salvadas por él. Fueron los propios derechistas los que le apodaron con “El Ángel Rojo”.
“Por las ideas se puede morir, pero no se puede matar”, dicen que proclamaba, y lo siguió aplicando cuando rehusó a trabajar en empleos “fáciles” que le ofrecieron aquellos que le debían la vida cuando salió de la cárcel en 1944. Melchor era anarquista, y volvió a las filas del sindicalismo clandestino durante la dictadura. No le iban a cambiar.
Dicen que cuando murió a los 79 años, se cantó “A las barricadas” en un funeral en el que se congregaron falangistas y anarquistas, juntos.
“Por las ideas se puede morir, pero no se puede matar”, dicen que proclamaba. Tal vez, esta historia – de la cual ha quedado mucho por contar-, este Schindler de Triana, este Ángel, este símbolo, merezca más que una pequeña placa en San Jorge 23.
Ignacio D. Gayoso
Entre tantas otras cosas este hombre es otro claro ejemplo por lo que se dice que la república fue un desastre desde primera hora. Si la república hubiera sido «diseñada» y después llevada a cabo por personas como este hombre no hubiera sido la barbarie marxista que fue. Gente como este hombre fueron engañados por sus «aliados» políticos, que pregonaban un paraiso idílico que no hubiera sido posible nunca.
En un conocido pueblo de Sevilla hubo caso similar pero al contrario. Resulta que «salió» ardiendo un archivo en el que se guardaba toda la documentación de unas 850-900 personas republicanas, pertenecientes a 3 pueblos, que estaban esperando la orden para ser fusilados. La mayoría de los cenetistas, socialistas y algunos anarquistas de aquella época sabían que no fue un incendio fortuito y sabían perféctamente quien fue pero nadie dijo nada. Según me contaban gente que aún vivía fue un hombre muy justo, y toda la gente iba a pedirle consejos. Su casa tenía un gran corral que servía de morada para muchos forasteros que pasaban por allí.